jueves, noviembre 09, 2006

Eso del desquerer


Me permito (si, una vez más) tomar un texto "prestado" de mi amigo Jaime Chincha, que leí esta mañana. Viene preciso para este día "tan especial". Jaime, no me cobres derechos de autor..porfiiiis. Besos. Y que lo disfruten.



Eso del desquerer


Lo que suele ocurrir primero es que la taquicardia se apodera de ti y te toma por asalto. La provoca alguien que, frente a tus ojos, resulta encarnando todo lo maravilloso que la vida puede ofrecerte -al menos eso gritan tus feromonas, chapoloteando en tu centro-. Entonces la sinfonía más preciosa comienza a sonarte ahí dentro y todo adquiere ese aroma inconfundible que –te lo llegas a creer- no es otro que el aroma de la plenitud. Por lo tanto, te acaba de llegar la ilusión de la centuria, el paraíso terrenal con perímetro de cortinas y área de colchón, tu Pentecostés según el evangelio de Britney Spears antes de cansarse del tal Federline: tu diosa con disfraz de amor de noche y esencia de bruma te ha encontrado por fin. A partir de ese momento, resultará una utopía que te preocupen los contrastes, una gracia que te atemoricen ciertos grises, una tontería que vaticines próximas desavenencias, un auténtico imposible que te fustiguen eventuales e insólitas infidelidades. Sencillamente, ella se convierte en todo. Ergo: todo es bello. Te jura entonces la doncella que no hay felicidad más grande que la suya, que no cabe en su pellejo. Y tú –dándole besos a la crucecita que haces con los dedos- le juras por Dios y toda la creación que por siempre, Amén.


O sea, que: 1) te estás corriendo un riesgo de los cojones –en muchos casos literal esto último- al aceptar a una ninfa que se te ha enamorado tan rápido y que, más bien, parece tener un vacío profundo y temerariamente incierto; 2) ¿no te percatas que al querer llenarte con alguien -sólo porque es alguien- estás también privilegiado de un tremendo agujero en uno de tus grandes recovecos del alma?; 3) entonces el desamor, que ya se te había hecho cuestión de Estado, se te adormita y crees volar con alas que no llegas a concebir febles, cuando en realidad lo son. Por consiguiente, andas contento, feliz, dichoso, único, entero y eterno a la vez. Aunque lo que en realidad estás haciendo es saltearte el problema de fondo: tú mismo.


Evadiendo entonces toda responsabilidad para contigo -porque vaya que uno debe tener la chacra de los adentros con los surcos que, por lo menos, permitan flujo continuo de los vastos ríos afluentes al corazón-, sólo te dedicas a abrazarla como nunca creíste haber abrazado. Le entregas madrugadas, le dedicas mañanas, le abrigas medias mañanas, le cocinas meridianos, le arropas atardeceres, le regalas anocheceres enteros, la sueñas en trasnoches y la deseas en serenos. La besas con locura mientras todos los pájaros de los varios nidos de tu mente se ponen de acuerdo y silban al unísono las notas más enamoradizas del universo –y sigues creyéndote el cuento completo-. Le agradeces a la vida por haberte interpretado este auténtico canto de luna -con coros de teamos interminables- que oyes fascinado de principio a fin. Entonces sigues a su lado y la bautizas de primer nombre Diástole y de segundo Sístole.


Sin embargo, lo que aún no logras percatarte es que se acaba de instalar en ti el soberano inimputable. Ese que te coexistirá, porque así lo acabas de permitir: la paz sea contigo, mi buen bovino de cuatro establos. Porque una vez rendida esta suerte de conflagración de las así llamadas fuerzas del amor, lo que viene es el tira y afloja a ver quién domina a quién, quién coge del pescuezo al otro o a la otra -según sea el caso y la fuerza de los géneros en cuestión-: a ver pues quién pone las reglas en este juego cuyo final temes conocer, pero que ya empieza a ponerte al ritmo de trompo callejero. Lo notas, pero bien que eres propenso a la dominación pues no reparaste en los dos primeros pasos que plantea –modestamente, claro- el segundo párrafo de esta columna.


Así, sin medir consecuencia alguna -con dos narices que apenas si terminaron de estornudar, con dos almas que a las justas si se percataron qué quiso decir ese tal Froid, con dos entes que no pasaron por los cuidados intensivos del buen querer-, el siguiente momento que acontece en el desamor enamorado -o en esa emancipación previa a la República del Quién Soy- es el de una verdadera dimensión desconocida: esa que te lleva a decir cosas como que sus vidas son una sola, como que dependes de ella y ella a su vez de ti, que tu vida, que la mía, que bendita tú entre todas las mujeres, que Romeo, que Julieta, que tu naranja, que Shakira, que Dios te salve, que Brad, que mi otra naranja, ¡que me pongan una de Camilo Sesto!


El error más común es ese que nos empuja a decirle a la otra persona que con ella has encontrado la felicidad. ¿Cómo? O sea, ¿perdón? ¿Quiere decir que no eres capaz de encontrar la felicidad con tus propias siglas? Claro, siempre resulta más sencillo y encantador –de una candidez supina, aunque sumamente delicioso- ir a buscarse a la primera con cara de ángel de discoteca Cerebro, para que te coja del pescuezo y te haga recordar cuánto te has olvidado de ti mismo. Es decir, te lo gritará una voz interior luego de que hayas chapoloteado en el vómito negro que ella tenía que arrojarte, porque así es la vida, varón: a ver si alguna vez imaginaste tamaño despropósito de la naturaleza repantigándose sobre ti. Es entonces cuando la musa se transforma en señorita Flor Días-sin-Sexo y te ordena que admires su escultura de sirena de quirófano. Y es justo ahí en que reaccionas y comprendes que el amor es como un todo que aflora del géiser que uno mismo se descubre en el plexo: porque así también evoluciona tu dichoso espíritu –y ese tu karma que poco o nada has procurado regar-. ¿Que si llega la compañía? Puede que sí, puede que lo contrario. Si es lo primero, tendrás la facultad de compartir tu fuente de agua con la suya y ambos serán propietarios plenipotenciarios de lo que se sabe de cada quien. Y sino, sé feliz con las saludables provisiones.


Porque el amor no es una cadena de dos eslabones, no hay contratos de por medio –de allí mis más rebeldes discrepancias con el matrimonio como método contractual-, no firmas angustiantes letras de cambio ni turbios pagarés con la mejor tasa del mercado, a cambio de un Para Siempre. De ser así, eso que creíste amor puede –dije, puede- tener un final con condena sin recurso de apelación. O sea, no esperarás a verla ahí –con esa expresión de caribeña cariacontecida- rendida en los brazos y en las piernas de algún machito Gómez que sabrá llevársela primero a bailar ‘Periquito Pin Pan’ antes de que te haga bye, bye. Porque pueda que te topes con una de aquellas que el notable dramaturgo Emilio Carballido, supo distinguir en una de sus más célebres piezas teatrales: “Y todo el chiste está en que no quieren a nadie, se quieren ellas, se dan besitos en el espejo”. Pobres, tú y ella que se amarraron en ese trámite absurdo del desquerer.


Pero como no hay mal que dure cien años, ni culo mofletudo que lo resista, no te quedará otra que proseguir el rumbo con el dolor ahí pareciendo espasmo incurable, con todos los espejos mostrándote el rubor fungiendo de autócrata del rostro por algún tiempo, que será sabio.


Porque quizá se necesite entender bien lo que significa el desquerer, para comprender el querer en todas sus dimensiones y eternidades, no dije condiciones. Porque luego de eso que se asemeja tanto a una necesaria casa de retiro temporal, a una bienvenida posada con cielo abierto y pradera de curación, recorrerás estrechos pasajes, transitarás unos cuantos jirones, doblarás a la izquierda y cruzarás tu camino contemplando alamedas que apenas si soñaste alguna vez. Luego tomarás la avenida principal que va en la ruta de tu propio destino: ese que ya entendiste para ti.


Y una suave voz que no sabes de dónde proviene, pero que se te presenta con forma de viento fresco inigualable, te murmurará que el amor es una elección descansada en un Sí que se dice mirando directo al horizonte: con las ventanas del alma abiertas de par en par, apenas entrada la mañana.


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